Supongo que a todos les parecerá normal que ame a mi Santo, para eso es él el elegido, el hombre que acabó con mi celibato. También supongo que a muchos les puede parecer impúdico que hablé de mi amor por él en un blog, supuestamente abierto a todos los lectores de este nuestro entorno virtual. Pero bueno, como leí el otro día, sólo el hecho de tener un blog ya dice mucho sobre mi impudicia en general.
Pero en esta mañana aciaga de lunes post vacacional necesito decirle al mundo entero que amo a mi Santo. Le amo y le necesito porque gracias a él soy capaz de sobre llevar este terrible día en el que de nuevo me tengo que enfrentar con el sistema, con los clientes, con los jefes y con los subordinados.
Como buena fémina que soy, aunque suene tópico y machista, no puedo evitar darle mucha importancia a todas las cosas, y al trabajo especialmente. De modo que entro en esos vertiginosos espirales de autocompasión quejumbrosa de los que sola no puedo salir. Y aquí es donde mi Santo es fundamental. Primero me ignora, luego me vapulea un poco para finalmente regañarme y obligarme a salir del ciclo vicioso. Frases épicas como “el trabajo es duro para todos y a nadie el gusta”, “ya has decidido lo que quieres hacer de modo que deja de darle vueltas” o “las vacaciones son para descansar”, son recurrentes en su argumentario.
Y una vez de vuelta a la vida, mi Santo me obliga a vivir, a ser feliz y pensar en positivo. ¿Cómo lo hace? Pues predicando con el ejemplo. Porque mi Santo tiene eso, que es feliz con cualquier cosa. Y esa capacidad intrínseca de disfrutar de todo me la transmite.
Sólo de pensarlo ya me siento mejor y tengo la impresión de haber recuperado la fuerza para vencer la desidia del día después.
De modo que me lanzo al abismo con alegría y fuerza, a las 9:00 am hora de Madrid: ¡por mi Santo, por la vida y por mi!
lunes, 24 de marzo de 2008
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