Estoy en mi terraza disfrutando del sol y el calor que hace.
El termómetro fuera marca 6 grados pero aquí no hace menos de 24. Las ventanas
de la terraza hacen efecto lupa y el sol me quema los brazos. Tengo las piernas
en alto apoyadas sobre la mesa. Veo todo Madrid.
Tengo ganas de llorar. Supongo que lo necesito. Pero sé que
las lágrimas no van a cerrar el hueco que siento dentro.
Me estoy achicharrando aquí, así que decido pasar de la
terraza y de las vistas y ver un capítulo de Newsroom en streaming. Cinco capítulos
más tarde he conseguido acabarme la segunda temporada. Me duele ligeramente la
cabeza.
Recuerdo cosas y lloro.
Una vez uno de los socios de la firma de consultoría que dirigí
en Bruselas me dijo: “Percibimos nuestra vida a través de las vidas de los demás.
Cuando muere tu abuelo, subes un escalón hacia el final de tu vida. Cuando
mueren tus padres sientes que el siguiente vas a ser tu”.
Por desgracia la vida no es tan lineal y a veces los hijos mueren
antes que los abuelos. Pero sí que es cierto que hay algo en toda esa jerarquía
vital que sustenta en cierto modo nuestro equilibrio emocional.
También está esa sensación de la perdida. Esa sensación de “no
voy a volver a verte”.
Y a mi edad también está la proyección del dolor de la gente
que se queda aquí, a la que también quiero y tendrá que vivir sin esa
presencia.
Siempre lo digo. Nuestra cultura judeocristina es un asco
para estas cosas. Las pérdidas se sienten con tanto dolor que es muy difícil llenar
el hueco que dejan. Nuestra cultura no nos da recursos para asumir la perdida,
para aceptar la naturalidad de la muerte que es intrínseca a la vida.
Se está poniendo el Sol y creo que ya está bien de duelo por
hoy. Me voy a peinar, a pintar, a tomar un ibuprofeno y a trabajar un rato
hasta que vuelvan mis hijos.
Hoy hay una estrella más en cielo y me quedo con el recuerdo
y la sensación de privilegio de lo vivido.
Y así la vida sigue, brava y llena de emociones, de salidas
y de entradas.
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